Cándido me llamo (Cuento de Navidad)

 


IVÁN VALJUÁN

------------------  I  ------------------

Me llamo Cándido, y creo que mi madre acertó plenamente cuando me bautizó así. Aparte de eso, soy ingenioso y muy hormiguita, gracias a lo cual he podido llegar a los setenta años pobre pero no paupérrimo. Me he especializado en el reciclaje a pequeña escala de trastos tirados a la basura y esta modesta industria me permite llegar, aunque justito, a cada fin de mes. Repaso con asiduidad los contenedores y raro es el día en que no encuentro algún carrito de niño, una tabla de plancha, algún mueble, rotos pero no hasta el punto de que no pueda yo volver a adecentarlos y ponerlos en funcionamiento con las herramientas del pequeño taller que tengo en mi casa y que fueron todo lo que me dejó mi buen padre. ¡Qué hermosa herencia!

Luego vendo estos cachivaches a unos conocidos que los ofrecen en un mercadillo. Así que con lo que voy sacando puedo comer lo poco que como (aunque me alimento muy equilibradamente, de lo que da fe mi buena salud) y permitirme algún capricho, ya que la pequeña pensión que percibo no alcanza apenas para pagar –puntualmente, eso sí– el alquiler de la vivienda que habito. Eso me ha librado hasta ahora de recibir de don Francisco, mi casero, las invectivas y amenazas de desahucio con que suele afligir en privado y en público a sus otros inquilinos que se retrasan en el pago. (Buena parte de esta manzana del barrio, tan decrépita y macilenta como muchos de sus moradores, es propiedad de este Torquemada, a quien Dios confunda. Le doy ese apelativo porque su figura me evoca la de aquel ruin y antipático personaje homónimo de la célebre novela de Galdós, libro que tengo en mi bien nutrida biblioteca, toda surgida, por cierto, de la basura.)

Desde luego, mis humildes ocupaciones no me dan para lujos. De hecho, la carestía de la vida puso no ha mucho tiempo en peligro algunas de mis necesidades primarias, como la del vestir. Pero la Providencia vino en mi ayuda en forma de esos contenedores de ropa usada para el Tercer Mundo que las oenegés fueron colocando aquí y allá. En ningún momento mi conciencia, de natural bastante severa, me ha reprochado el escamoteo de alguna camisa, jersey o pantalón porque, lejos de ser un presumido en punto a vestimenta, la he necesitado realmente para mantener mi exiguo guardarropa y poner a raya al crudo clima invernal que padecemos en mi ciudad. De modo que también he encontrado un modo de hacer economías en este terreno, debiendo alegar, para que en el Purgatorio se me apliquen las eximentes que creo merecer, que no vendo las prendas que extraigo de los contenedores, entre otras razones porque habitualmente las encuentro bastante raídas y no me adornó Dios con las virtudes de la sastrería.

Precisamente frente a la ventana de mi taller, que da a una plazuela, me pusieron poco antes de la Navidad del año pasado, como regalo de Reyes, un contenedor de esos. Lo atisbaba a menudo desde las alturas, como un buitre, para valorar, gracias a la buena vista de que a pesar de mi edad sigo gozando, la calidad de lo que se depositaba, con la idea de salir en cuanto las tinieblas me diesen amparo a pescar alguna prenda con un artilugio que me he fabricado ex profeso. No es cosa baladí, puedo garantizarlo, porque la portezuela del contenedor está hecha de tal modo que acceder a su contenido requiere mucha maestría, maestría que no la presta Salamanca, pero sí la penuria.

He de aclarar, antes de proseguir mi historia, que nunca había tomado nada del contenedor colocado frente a mi ventana, en parte porque llevaba poco tiempo ahí y, sobre todo, porque desde que empecé con estas faenas quincalleras siempre he procurado ejercerlas lo más lejos posible de mi calle para evitar comentarios de los vecinos, dado que, después de todo, comparto con el hidalgo clásico español ese sentimiento de vergüenza de que me vean menesteroso. Algo se habrá traslucido, desde luego, pero al menos estoy seguro de que no tengo, por el momento, la reputación de consumado trapero. A lo sumo, reciclador, que eso incluso enaltece hoy día.

Pues bien, la tarde de la víspera de Nochebuena, fría y neblinosa como las del resto de las navidades, fui testigo de cómo una chica  depositaba en el contenedor de ropa una bolsa repleta y, además, lo que me pareció un magnífico chaquetón que traía doblado sobre el antebrazo. ¡Con lo que me hacía falta a mí un gabán nuevo! No quise aventurarme hasta que la noche pusiera un telón a mi faena, pero, por otro lado, también temía que alguien se me adelantara y me privara de tan magnífica pieza. No era yo el único que andaba en estos negocios en esta parte de la ciudad, claro que no, y en particular últimamente la frecuentaba un grupo de polacos muy activo que no se recataba como yo.

Así que con las primeras tinieblas bajé y en un periquete la vestidura estaba en mis manos. ¡Oh, magnífico chaquetón! No era nuevo pero tampoco parecía tener remiendos. ¿Cómo podía deshacerse alguien de tan preciosa prenda? No es que soliera yo criticar a los derrochadores que, al fin y al cabo, me proporcionaban mi medio de vida, pero en esta ocasión no pude dejar de censurar el despilfarro en que nuestra sociedad ha caído.

Subí a mi casa muy ufano, con el chaquetón disimulado bajo papeles de periódico, de puntillas, como acostumbraba en estos casos, para que el crujir de la escalera no despertara la curiosidad de algún vecino impertinente. Ya en el piso, miré y remiré la prenda, de un bonito color azul oscuro, constaté su buen estado, y cuando me disponía a probármela un pesado sobre cayó a mis pies. Casi me cuesta la vida; no el golpe, claro, sino el vuelco que me dio el corazón cuando vi el contenido: ¡decenas de billetes de 500 euros que, volcados sobre una mesa, refulgían un morado intenso que bañaba toda la habitación! Estuve unos segundos, unos minutos, turulato. Me senté, porque me temblaban las piernas, y recobrando el aliento perdido conté exactamente el fajo. 120. ¡¡120 billetazos equivalentes a 10 millones de las desaparecidas pesetas!! No soy muy practicante, pero sí creyente, y juro que caí de rodillas y alguna lágrima rodó por mis mejillas mientras estrechaba el papel dinero contra mi pecho.


------------------  II  ------------------

El torbellino de euforias y halagüeñas visiones de una vejez menos estrecha gracias a aquella fortuna no es para describirlo. Pero fue breve. Mi prudencia y mi sensatez reconquistaron poco a poco el sentido común perdido, encaminaron mis pasos hacia la ventana, dirigieron mis ojos hacia el contenedor y pusieron sobre el tapete de mi razonamiento una inquietud que no tardó en ser certeza: aquel parné tenía un dueño que se iba a dar las trazas muy pronto para reclamármelo. ¡Que iluso era yo! El legítimo propietario llegaría de un momento al contenedor, buscaría en él, llamaría a la Policía, se harían averiguaciones y la probabilidad de que los sabuesos acabaran en mi casa no me parecía nada descabellada. El teniente Colombo lo hacía en la tele, ¿no?

Paseaba yo mi desasosiego saloncito arriba y abajo, cada vez más encorvado, las manos a la espalda con los billetes aún bien aferrados, cuando me da por acercarme a la ventana y veo en la oscuridad las figuras de dos personas hurgando en el contenedor. Aprecié por sus torpes movimientos que eran mayores, muy mayores. Una mujer y un hombre. Ella se movía de un lado para otro, apoyaba su mano en la espalda de él, trataba de vislumbrar algo, y volvía la cabeza hacia ambos lados de la calle. Vamos, que era un manojo de nervios. Y el hombre no le iba a la zaga en este punto. Manipulaba la puerta trabajosa pero infructuosamente. Estuvieron así como diez minutos y emprendieron la retirada.

Al avanzar unos metros se pusieron bajo la luz de una farola y entonces los identifiqué. Se trataba de un matrimonio de muy provectos ancianos
–tendrían, seguro, más de 90 años–, sin hijos, que habitaban el barrio desde siempre, inquilinos también de Torquemada y tristemente compadecidos por el resto de la vecindad por su estado de grave indigencia. Apenaban más aún desde que el casero fue propalando por ahí que eran unos morosos con siete meses de atrasos y los iba a poner de patitas en la calle. Aunque no los conocía personalmente, la familiaridad que otorga el encuentro reiterado en los mismos sitios durante años nos hacía que intercambiáramos algún saludo ocasional.

Sabía que a ella la llamaban Doña Esperanza, tratamiento que debía a su antigua profesión de maestra de escuela. Tenía fama de mujer extremadamente beata, y ciertamente en multitud de ocasiones la vi, al pasear yo por la calle, entrar y salir de misa. En el café oí una vez algo así como que años atrás estuvo en la iglesia hincada de rodillas durante un día entero para implorar a la Virgen que su marido sanase de una enfermedad que lo puso en coma profundo. (Y sanó.)

Siempre me había llamado la atención que a pesar de ser más pobres que ratas parecían mantener la cabeza bien alta ante la adversidad. No dejaban traslucir su inopia; no pedían públicamente, aunque muy posiblemente aceptaban la limosna privada y de la iglesia. ¿Qué hacían, pues, estos desgraciados hurgando en la basura a aquellas horas de un día tan frío, expuestos a perder su halo de dignidad inquebrantable ganado a pulso? Pensé que, como a mí, les empujaba la necesidad.

En estas reflexiones estaba yo mientras los veía marchar cuando observé un detalle que no me cuadraba. Este matrimonio, en línea con su actitud vital, cuidaba muy bien su aspecto exterior; ella siempre llevaba un conjunto negro probablemente lleno de remiendos, pero ciertamente bien disimulados, y él lucía de manera infalible un añejo pero elegante terno que en tiempos no estivales cubría con un chaquetón azul oscuro. Y ahora que me fijaba, vi que el caballero sólo llevaba el terno a pesar de la crudeza climática. ¿Dónde estaba su abrigo?... ¡¿En mis manos?! ¡Horror...!

Vivo en la miseria, pero no soy un miserable. No puedo dejar de aprovechar las oportunidades que la vida me depara y he de recurrir a mucha gramática parda aprendida a base de palos para alcanzar las que no me depara. Pero en mi capa más profunda, la que no es producto de mis circunstancias sino la base de mi yo, anidan las virtudes que mis mayores me inculcaron. Esos valores me proyectaron hacia delante como si de un resorte se trataran y me lanzaron escaleras abajo con el dinero en la mano con la conciencia clara de que si no hacía yo algo en bien de la justicia inmediatamente, se me haría a mí algún día, pero con sentencia poco favorable.

Mas cuando llegué abajo ya no los vi. Me dirigí rápidamente a la esquina de la iglesia para enfilar la bocacalle que ellos sin duda habían tomado y en la que estaba casi seguro que vivían. Ni rastro. Habrían ya entrado en su portal. ¿Pero a qué altura estaría? Respirando trabajosamente, que ya no está uno para estos trotes, bajé por una de las aceras pensando en llamar a un telefonillo más o menos al azar. Pero aquellas vetustas viviendas ni tenían. Hacía un frío terrible y yo había salido con lo puesto, así que decidí volver a mi casa para pensar qué hacer.

Al poco di con la solución: bastaría merodear por la mañana cerca de la iglesia, porque con toda seguridad doña Esperanza iría a oír misa. Más relajada entonces, mi mente empezó a elucubrar por otros derroteros. ¿De dónde habían sacado estos pobres que no tenían donde caerse muertos 10 millones de pesetas? ¿Habría encontrado la fortuna medio de compensar las privaciones que estas buenas gentes venían sufriendo desde hacía años? Por ventura... ¿les habría tocado la lotería de Navidad celebrada dos días antes? ¡Eso era! Y habían tirado el chaquetón –sin reparar, claro, en que el dinero iba dentro– para comprar uno nuevo.

Otras ideas más insidiosas, alimentadas por el cansancio físico y moral que estas aventuras me habían acarreado, empezaron a cobrar cuerpo en mi imaginación. Tenía claro que había de devolver lo que no era mío a personas que tanto lo necesitaban y eran sus legítimos dueños. Pero, ¿no podría yo quedarme con, digamos, un diez por ciento en calidad de recompensa antes de hacerles entrega anónima del dinero?  Sinceramente, dudaba yo mucho de que ellos me fueran a dar algo. Al fin y al cabo, pensándolo bien, ellos habían perdido ya esa suma. Si recuperaban la mayor parte, podían darse con un canto en los dientes. ¿No era esto un signo de que la Providencia que había favorecido a aquellos desdichados también quería rematar la faena conmigo? Calculé cuánto era un quince por ciento y lo puse aparte.

Aquella noche dormimos en mi cama mi yo normal y aquel ectoplasma que había surgido de mi reflexión. Y al día siguiente, ya no sé quién de los dos se levantó del lecho, pero lo hizo con convicción firme, y antes de zamparse un buen desayuno retiró del fajo un cinco por ciento adicional. Veinte por ciento en total; creía que era lo justo. Quedaba por resolver cómo entregar el dinero. La idea ganadora entre un ramillete de candidatas más o menos factibles, más o menos disparatadas, era simplemente seguir los pasos de doña Esperanza, esperar a que entrara en la iglesia a rezar, embozarme y dejárselo sobre el banco donde estuviese arrodillada, llamándole la atención si fuese necesario. Era fundamental que no me reconociera. En cualquier caso, lo que fuera había que hacerlo sin pérdida de tiempo.

------------------  III  ------------------

Me fui hacia la iglesia con el sobre, y al querer entrar me llevé un gran susto: doña Esperanza empujaba en ese momento la puerta y asomaba su cabecita, extrañada de la resistencia que se le oponía. Me quité el sombrero y balbucí un “buenos días”, dejándola pasar. Tragué saliva, pero me repuse rápidamente y la seguí. Tenía que terminar el asunto ya, porque el paquetito me estaba quemando en las manos. La seguí a prudente distancia para averiguar dónde vivía. Cuando entró en su portal me dediqué a inspeccionar la finca y en esto observo que hay un contenedor de obras en la acera y una polea en una de las ventanas. ¿Habrían decidido hacer arreglos en su vieja morada con el premio de la lotería? El caso es que no tardó en salir un albañil marroquí que aseguró la puerta con una cuña, descargó un fardo de escombros y entró de nuevo dejando abierto. Me colé en el interior y miré los buzones. “Alfredo Párraga / Esperanza Cifuentes”, leí en el del primero B. ¡No cabía duda de que la Providencia se aliaba conmigo y que autorizaba los pasos que yo estaba dando!

Subí las escaleras casi como un chaval, busqué el primero B y traté de empujar el sobre bajo la puerta. Vano intento; demasiado grueso. Y demasiado ruido estaba yo haciendo, temí. Agucé el oído y no oí nada en el interior ni en las escaleras, así que, aunque sudando y temblando, saqué los billetes y los fui introduciendo rápidamente por la ranura en montoncitos. Cuando metía los últimos llegó a mí desde el interior la voz emocionada de un anciano:

–¡Esperanza! ¡Ven a ver esto!

Salí a escape escaleras abajo con riesgo de romperme la crisma y cuando alcancé el primer rellano aún alcancé a oír a la señora diciendo

–¡Milagro, milagro...!

Ya en la calle me subí el cuello del abrigo y me interné en la niebla precipitadamente.

A pesar de que todo había ido a pedir de boca, toda la tarde anduve en gran inquietud. ¿Qué pasaría cuando notaran que faltaba dinero? La Policía no cerraría, entonces, el caso. ¿Tendrían ahora nuevas pistas, si alguien me había visto salir o rondar? El mínimo ruido tras la puerta de mi casa me sobresaltaba, temiendo que fuera la pasma, y ya me veía pasando la Nochebuena en la cárcel.

Dicen que el criminal siempre vuelve al lugar del crimen. Yo ni era un criminal ni sentía esa necesidad, pero sí quería estar en presencia de los viejecitos y que ellos me vieran, para poder leer en sus rostros cualquier recelo sobre mí. Se me ocurrió que una oportunidad estupenda e inmediata sería la de la misa del Gallo. Así que a las once y media de la noche ya estaba yo en la iglesia, sentado en un lugar desde el que podía vigilar la entrada. Llegaron los ancianos y, por cierto, venían radiantes. Me reubiqué para estar en el banco delante de ellos. Había urdido alargarles la mano cuando el cura pidiera que nos diéramos fraternalmente la paz; así podría encararme con ellos y... que fuera lo que Dios quisiese. Todo salió bien. Aceptaron mi mano con suma afabilidad y una cálida sonrisa.

Cuando acabó la misa vi que se dirigían a una de las capillas. Allí encendieron muchas velas, una tras otra. Y no paraban. Por justificar mi presencia allí y pensando que yo también tenía que agradecer algo, me acerqué a prender una. En ese momento veo que se acerca don Francisco, el casero, y con una ironía más acre que de costumbre (a pesar de que acababa de comulgar) le espetó al matrimonio con voz alta y clara:

–Menos gasto en velas y más ahorrar, que si dentro de una semana no me pagan los atrasos me veré obligado a ejercer el derecho de desahucio que me otorga la ley. Año nuevo, vida nueva.

Y se dispuso a retirarse. Pero doña Esperanza le dijo dulcemente, con una luz especial en su mirada:

–No se preocupe, don Francisco; mañana mismo le pagaré los atrasos y a partir de ahora cada primero de mes tendrá usted la renta en su casa.

–¡Vaya, qué sorpresa! ¿Es que les ha tocado la lotería? –replicó Torquemada zumbón, pero por toda respuesta ella se limitó a sonreír, tomó el brazo de su marido y ambos se encaminaron hacia la puerta de la iglesia. El usurero quedó con la pregunta en los labios, se encogió de hombros y se fue pensativo...

Por lo que a mí se refiere, desvanecidos mis temores, el día de Navidad se presentaba como el mejor en muchos años e incluso me propuse ir a uno de esos hipermercados que abren las veinticuatro horas a comprarme turrón y una botella de champán, que no cataba desde la última Nochebuena que pasé con mi difunta Pilar. Pero cuando fui por el dinero caí en la cuenta de que cualquier adquisición era imposible: ¿cómo iba a pagar con un billete de 500 euros? No podía ir soltando por ahí pruebas tan delatoras. Ni ingresarlas en un banco. ¿Que diría la cajera que me había visto toda la vida sacando y metiendo 10 o 20 euros cada vez? Se me aguó la fiesta de Nochebuena...

Pero como a mí las preocupaciones me agudizan el ingenio, no tardé mucho en hallar una solución: iría metiendo el dinero en la cartilla, billete a billete, cada mes, mediante una de esas máquinas automáticas que ahora se ven a la puerta de los bancos. En la sucursal de mi barrio no podía arriesgarme a hacerlo porque, dada mi impericia, un empleado podría ofrecerse a ayudarme y podría sorprenderse de mis 500 euros.... Lo haría, pues, en otras oficinas lejanas, pero antes quería ver más o menos cómo se hacía, cuánto se tardaba.

Así que a eso del mediodía del 26 merodeaba yo por la Caja de Ahorros espiando a los clientes que usaban la máquina. En esas estaba cuando me giro hacia la puerta y ¿a quién veo que entra? Al mismísimo Torquemada, el casero. Observé que, nada más verlo, el director del banco vino a su encuentro ceremoniosamente, honrando así a aquel cliente tan importante. Ambos empezaron a cuchichear.

Disimuladamente me fui acercando hasta que pude oír estas palabras de Don Francisco que me dejaron helado:

–...¡Estúpida criada! ¡10 millones perdidos en un día! Y encima, el abrigo era nuevo; ¡el que tenía que tirar era el otro!

Me escabullí, y al doblar la esquina me arranqué con rabia un mechoncillo de los pocos pelos que me quedan. Pensé que mi madre había dado en el clavo cuando me puso por nombre Cándido. Aquella noche bajé al contendedor de basura más próximo y tiré el abrigo de mis desdichas.

Ahora, cuando ha pasado exactamente un año de esto y rememoro la aventura, acato la voluntad de la Providencia divina, que creo que hizo la justicia más sabia y equitativa posible. A cada cual dio lo que merecía. Y esta Nochebuena sí que voy a tener champán y turrón.

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